sábado, 22 de mayo de 2010

Fuego

Todo merece ser quemado, para poder luego ser reconstruido sobre sus cimientos. Porque todo puede ser mejorado, todo puede alcanzar más alto. Porque sólo el fuego limpia de impurezas, sólo tras su paso puede comenzar la escalada. La eterna duda es hasta qué punto debe ser metafórica la llama, hasta dónde debemos dejarla arder y devorar nuestra realidad.
Y nuestra querida clase de Filosofía de 1º de Bachillerato no debe ser una excepción. Debe ser sometida a la duda de la balanza.
Porque, aunque haya conseguido ser la preferida por gran parte del alumnado, quizá no sea efectiva. Quizá divertir a los adolescentes no sea su labor. Pero, pese a que (desmintamos la falacia) aprender no puede ser divertido, porque estudiar ni lo es ni lo será nunca, la tarea se facilita enormemente cuando al otro lado del pupitre alguien convierte algo tan etéreo y abstracto como la Filosofía en ameno y corriente, una sabiduría para el día a día.
Pero, ¿transmite la asignatura los conocimientos que se le exigen? ¿Qué se debe aprender en clase de Filosofía? Podría (tal vez no sería mala idea) consultar la legislatura educativa vigente, pero no tengo intención de hacerlo. Porque la Filosofía no debe sustentarse sobre las leyes, sino al revés. Primero averigüemos por nuestra cuenta la solución, y legislemos entonces sobre ella.
Como comienzo para responder a la pregunta, diferenciamos claramente Filosofía con Historia de la Filosofía. No se trata de lo mismo, y no deben ser confundidas. Son necesarias por separado. La legislatura actual sitúa a la segunda un curso después de la primera. Lo considero correcto: para comprender a los filósofos antiguos es vital conocer antes en qué consiste la Filosofía.
Por tanto, descartamos del temario la Historia. En mi opinión, en esta asignatura no se deberían desarrollar aptitudes tan sólo académicas, sino otras de un carácter más práctico e importante, que han sido relegadas de otras asignaturas. Es más, creo que estos conocimientos debieran ser la base de la clase, y los primeros debieran tal sólo servir como complementos a ellos. Me refiero a desarrollar la capacidad crítica del alumno, a ayudarle a forjar por sí mismo sus propias opiniones, evolucionar su raciocinio oxidado, blindar su mente contra la superstición, la hipocresía y la demagogia, plantearle las preguntas que toda persona debe responderse a sí mismo. En otras palabras, enseñarle a usar esa masa gris que rellena los peludos cráneos.
¿Se cumplen estas expectativas? En parte. No del todo. Actividades como la escritura de estos blogs (simplemente opcionales), los exámenes prácticos y del libro propuesto (dos, a lo sumo tres por trimestre) o las preguntas durante las explicaciones cumplen esta labor. Durante el resto de las clases, se otorgan las herramientas necesarias, pero se deja que la mayor parte del trabajo se realice (a voluntad propia) en casa. O el profesor construye las edificaciones, demostrando que es posible, mas sin pedir que los alumnos alcen ellos mismos sus construcciones. El primero paso está afianzado, aun así, queda mucho por hacer. Llenemos el aula de ejercicios más prácticos, debatamos para mejorar la improvisación dialéctica, dejemos que estas actividades den forma y sentido nuevo a la asignatura. Formemos una juventud más capacitada, con posibilidades de construir un mundo mejor.
Posdata: Uno de los grandes triunfos de la asignatura es permitir y asistir estos blogs de los alumnos. Se agradece, especialmente, la magnífica oportunidad de expresar nuestras ideas para una crítica constructiva.

sábado, 8 de mayo de 2010

Cultura islámica

Occidente y el Islam siempre han mantenido relaciones tensas. Pero, tras un periodo de relativa calma, la llegada al viejo continente de una masa de inmigrantes musulmanes ha logrado que se vuelvan a plantear ciertos conflictos que se creían superados.

El más sonado es, sin duda, el velo. ¿Es una degradación para la mujer? ¿Debemos aceptarlo de acuerdo a la libertad de culto, de la misma forma que consentimos el uso de los crucifijos? Incluso hay quien opina que la tolerancia está fuera de lugar cuando tratamos con una civilización que se caracteriza, principalmente, por su intolerancia. La confrontación ha llegado incluso a los parlamentos. ¿Debe prohibirse el velo?

Para responder a la pregunta propongo olvidar momentáneamente el carácter religioso del velo. Creo que será útil para poder centrarnos en lo esencial de la cuestión: la libertad y la dignidad del ser humano.

El mayor problema al que nos enfrentamos al opinar sobre este tema es averiguar cuál es exactamente la pregunta. ¿Se propone restringir el uso del velo a todas las mujeres o sólo a las menores de edad?

En el primer caso la respuesta parece incluso obvia. Como ciudadana mayor de edad, cualquier mujer tiene derecho absoluto a vestir el velo. Quizá se trate de una humillación, pero el ser humano tiene, de todas formas, derecho a humillarse a sí mismo, si ha tomado esa decisión libremente. Pues la libertad alcanza incluso más lejos que la propia dignidad.

Cuando tratamos sobre menores de edad responder resulta bastante más complejo. Porque, aunque en los círculos mediáticos se acepte el argumento “la niña quiere llevar velo”, es necesario asumir que la niña no ha desarrollado todavía su capacidad de toma de decisiones, y aún es peligrosamente influenciable. La niña no tiene libertad o, al menos, no la suficiente como para dejar la decisión en sus manos, como propongo hacerlo con las mayores de edad. Por tanto, ahora sí que es necesario averiguar si el velo es una ofensa o no para la mujer.

Algunos partidarios del velo zanjan la cuestión afirmando que se trata de religión y de una tradición. Al parecer, para ellos, el pasado y el más allá son más importantes que las personas. Y es que honrar a los antepasados y vivir una fe que pueda satisfacerte son experiencias muy recomendables, pero que no pueden (en ningún caso) anteponerse a la libertad y a la ética. En consecuencia, desechamos dichos argumentos.

¿A qué se debe el uso del velo? ¿Cuál es la causa última de la tradición? ¿Por qué sólo a las mujeres? ¿Por qué una prenda que tapa los rostros, que los encierra, que sólo se levanta ante la familia y el marido? La respuesta no es demasiado compleja. Son los celos animales del machista que teme que la mujer no se conforme con ser un objeto, que no se resigne a ser una más del harén, de la decoración de la casa. Los dichos dicen que los ojos son el espejo del alma, y el Islam, al ocultarlos, pretende borrar todo indicio de humanidad en la mujer, todo rasgo que pueda equipararla al hombre superior. El velo, al sepultar los rostros, sepulta todo lo que nos impide tratar a la mujer como juguete sexual o máquina procreadora.

¿Y pretendemos que estas aberraciones se inculquen a los niños, aquí donde podemos evitarlo? ¿Llaman tradición, religión o cultura a la anulación sistemática de todo un género? Me gustaría poder borrar estas locuras de las hojas de la Historia. Pero, como no puedo, me limito (cual hipócrita) a pedir que el daño no se cometa al menos en mi presencia. Que se vayan a su país.

domingo, 25 de abril de 2010

Colección de paraísos

El tema es: ¿La juventud actual es más violenta que las anteriores? La respuesta a la pregunta de la quincena es fácil. Ya la sabían los latinos, la saben en la calle, es tópico recurrente. Sí, todo tiempo pasado fue mejor. ¡Qué bella fue la Arcadia! ¡Qué hermosa la Edad de Oro, la Grecia clásica, la España de nuestros abuelos! ¡El respeto hacia los mayores, a la ley, al honor y al orgullo propio! ¡La esclavitud, el belicismo, la dictadura! (Oops… ¿Qué acabo de decir…?)

Quizá el archiconocido tópico no sea tan válido como podría creerse. Tal vez exista otro tópico (qué útiles son en estas ocasiones) para explicar el esplendor de unas décadas en que el machismo, la homofobia y el racismo todavía estaban bien vistos por la sociedad. ¿No existía uno que decía algo así como que no había paraíso sino el perdido? Lo magnífico, lo dorado y lo añorado no son las costumbres o la moral de los tiempos pretéritos, sino esos mismos momentos que no se repetirán jamás, deformados y adornados por nuestro querido sistema perceptivo. Y los detalles poco armoniosos con este fabuloso decorado pasteloso sobre el que construimos nuestro presente los borramos o los consideramos triviales. En conclusión, lo maravilloso no era el mundo hace treinta años, sino los recuerdos de cuando teníamos treinta años menos. Que no es lo mismo.

Y ahora que hemos descartado la solución sencilla (¡qué ganas de complicarnos la vida!) intentaremos responder la pregunta sin más desvíos innecesarios. Para contestarla sería importante saber a qué juventud pasada nos estamos refiriendo.

Considerar mejor a la chavalería de los cincuenta porque eran mucho más tranquilitos que los salvajes de ahora resulta un poco absurdo, teniendo en cuenta que esa apacibilidad se debió, en gran medida, al lavado de cabeza franquista previo y a la acción represora de una policía que actuaba brutalmente en contra de los derechos humanos más básicos. Y es que para desarrollar un comportamiento violento (cualquier tipo de comportamiento, en realidad) es preciso disponer antes de una libertad mínima. Una libertad que escaseaba en los cincuenta, pero que existe en la actualidad.

Yo creo que es preferible cierto grado de violencia estúpida por parte de la juventud a la represión sistemática dictatorial hacia toda una sociedad. Aunque, recurriendo de nuevo a la sabiduría popular: para gustos, los colores.

¿La duda reside, entonces, en elegir entre nuestra libertad y nuestra seguridad? ¿La única forma de mantenernos vivos e intactos es renunciar a nuestro albedrío? Tal vez haya otra posibilidad. Tal vez, para que una sociedad funcione, el aumento de las libertades debiera ir asociado a un proporcional aumento de las responsabilidades. Por ejemplo, la libertad para votar debiera ser acompañada de la responsabilidad al votar (es decir, no votar alocadamente, sin pensar y reflexionar, sino comprendiendo la vital importancia de la acción que se desarrolla).

Permitamos que nuestra juventud (nuestro futuro) despliegue sus libertades, que se expanda como personas. Pero, paralelamente, obsequiémosles con las herramientas necesarias para ser libres sin caer en el salvajismo. Seamos responsables con la educación que supura de la televisión, del lenguaje y, a veces, incluso de la escuela. Promovamos una sociedad consciente de sí misma y de sus capacidades, humana, responsable.

Y cuando nos digan que todo funcionaba mejor antes, no lo creamos de inmediato, que no nos engañen los paraísos perdidos. Porque quizá no todo paraíso sea el perdido. Quizá también se pueda soñar y vivir por el paraíso futuro.

viernes, 5 de marzo de 2010

Pero a nadie le importa

Hoy vamos a hablar de educación. Aunque no sea el tema de moda, ni haya grandes polémicas al respecto ni nadie la considere prioritaria (en ningún sentido). Sí, pese a todo, vamos a hablar de educación.

Al llegar al Bachillerato, los alumnos cuentan con una edad mínima de 16 años (salvo escasísimas excepciones). Su desarrollo cognitivo ha llegado a su última fase, pero su personalidad se encuentra en una etapa crítica, que marcará su forma de ser drásticamente durante el resto de su vida. Por tanto, dado que un alumno de Bachillerato invierte un cuarto de día diario solamente en asistir a clase (porcentaje mayor si añadimos el tiempo añadido personalmente en casa), el tiempo que dedica a su educación es notable. La educación que reciba un estudiante determinará en gran medida su futuro.

Y todas las educaciones no son igualmente satisfactorias. La recibida por la juventud en sociedades totalitarias como la Alemania nazi o la Rusia soviética o la impartida a las mujeres en la alta sociedad de hace un par de siglos (coser, tocar el piano, bailar), dista mucho de la actual. Y, resulta obvio, una educación correcta resulta siempre mejor que la ausencia de ella (la sociedad occidental actual funciona ahora mejor que antes, cuando la inmensidad del pueblo llano no recibía ningún tipo de instrucción, y mejor que las sociedades del tercer mundo, en que todavía no se ha logrado este paso). En consecuencia, debemos preguntarnos cuál será la mejor educación posible.

¿Y cuál es el prototipo de individuo perfecto en una sociedad democrática como la nuestra? Probablemente, deberá ser cultivado y de mente ágil y capacitada, para poder cumplir su obligación de trabajar. Tendrá también que ser crítico y curioso, activo y participativo, para poder gobernar o elegir a sus gobernantes de forma eficiente y correcta. Y emocional y socialmente sano. Pero, ¿la educación actual forma individuos mínimamente semejantes a este ideal?

Lamentablemente, la respuesta es un no bastante rotundo. El alumno medio, al superar el Bachillerato, no se ha habituado a pensar por sí mismo, sino a que le den, por sistema, las respuestas que necesita. No cuestiona nada ni nadie. Acepta el sistema actual aunque muchas veces lo desprecie. Considera la cultura algo destinado para gente extraña y siniestra, e incluso se mofa de ella con superioridad. No actúa. Vive y trabaja como le impone una educación deficiente. Algo no funciona.

Un ejemplo: Encuesta de popularidad de políticos. La media es de suspenso. No de suspenso “por los pelos”, no. Suspenso humillante. Conclusión: la mayoría de los ciudadanos discrepan abiertamente con sus políticos. Pero… ¿en una democracia como la española los políticos no eran los representantes de los ciudadanos? Entonces, los ciudadanos discrepan con sus representantes… ¿a los que eligen ellos mismos? ¿Les eligen pero luego les suspenden? ¿Por qué a todo el mundo le caen mal los políticos, si gobiernan por medio de sus votos? ¿Por qué no hay una renovación política, una sublevación popular? Es que es más cómodo seguir en el sofá, quejándose de todo y sin intención de cambiar nada.

El problema es la pereza. La búsqueda de la comodidad más inmediata. La indiferencia absoluta y la ignorancia. Cuatro monstruos que la educación no hace, día a día, sino engordar.

Quizá fuera más conveniente, en Bachillerato, e incluso también en la ESO, una vez que el desarrollo cognitivo ha alcanzado su última fase, promover ciertas habilidades en los jóvenes. Dar al alumno las herramientas y que él halle las repuestas. Forzarle a pensar, a no aceptar cómodamente todo lo que se le dice. Hacer debates en clase, para que desarrolle la inteligencia y la dialéctica. Es sencillo: en lugar de hacer que los borregos se aprendan la lista de características propias de la poesía barroca, hacer que las encuentren ellos por sí mismos. Fomentar la lectura, pues es la manera más rápida y cómoda de aumentar el vocabulario, desarrollando así la inteligencia. Buscar una enseñanza racional: que el alumno comprenda la utilidad de lo que aprende.

Otro aspecto que es importante reformar es el profesorado y la imagen que tiene la sociedad de él. La formación de la sociedad futura no es una labor insignificante. El sector de la educación no está, ni mucho menos, valorado como se merece. Debería ser la profesión de la élite intelectual (individuos con verdadera capacidad para transmitir y enseñar), no del que estudió una carrera sin salida, sin saber qué hacer, y se metió a la docencia para poder trabajar en algo.

Tal vez sea hora de que la sociedad se empieza a preocupar por la educación. Porque parece que a la clase política (ese estamento separado herméticamente del resto) le es absolutamente indiferente. A veces pienso (en mis paranoias extrañas) que evitan la reforma educativa por simple instinto de supervivencia. Y es posible que alguien, al leer esto, se indigne. Pero, he aquí lo maravilloso del sistema, eso no impedirá que siga votando, como siempre, al que en su momento le pareció más simpático.

domingo, 7 de febrero de 2010

¿He de darte las gracias?

A lo largo de la historia de la Humanidad, la ciencia ha ido avanzando. Y la sociedad ha evolucionado con ella, cambiando sus primitivas formas por otras cada vez más complejas y artificiales, más acordes con la mentalidad científica del momento. La ciencia, casi siempre envuelta en el disfraz de técnica, ha revolucionado el mundo, desde la fase natural en la que surgimos hasta la tecnología actual.

Pero, ¿la ciencia ha perfeccionado a la sociedad o la ha destrozado? ¿El conocimiento científico marca un paso adelante para el ser humano o un retroceso?

Desde un punto de vista biológico y evolutivo, la ciencia ha demostrado ser el mayor hallazgo. Ha convertido a un pequeño género en uno de los grupos dominantes de la biosfera, habiendo colonizado ya cinco de los seis continentes, desplazado a un número ingente de especies y, prácticamente, garantizado su supervivencia evolutiva. Gracias a la ciencia hoy nuestra vida diaria es mucho más cómoda que la de nuestros ancestros: la esperanza de vida es más alta, el desgaste físico es menor, se dispone de tiempo libre e, incluso, la mayoría de la población se dedica a elaborar bienes no directamente relacionados con las necesidades biológicas.

Por tanto, contemplando el asunto desde este punto de vista, no sólo no tenemos nada que objetar a la ciencia, sino que le debemos mucho. Pero tal vez el daño que nos ha causado la ciencia sea de una naturaleza diferente, tal vez puramente mental y psicológico.

¿Es eso cierto? ¿Han deformado las leyes científicas, la racionalidad y las repuestas, la mentalidad humana? Ciertamente, y como arguyen los críticos, nos han alejado de nuestro origen, del viejo concepto de “naturaleza”. ¿Pero es eso reprochable? No lo creo. ¿Vive más feliz el mono, en esa supuesta “armonía con el medio” (no me entretendré en desmentir esta falacia seudoliteraria) que presuponen los ecologistas? No, simplemente porque el mono no tiene la suficiente conciencia ni complejidad emocional como para ser feliz.

Y es que la misma evolución cerebral que permitió la ciencia nos permite también la felicidad (la conciencia del bienestar), de la que quedan privados los demás seres vivos. Y si a alguien le desagradan las teorías o los pensamientos científicos, y cree o más ventajosos o mejores para su salud emocional otros tipos de conocimientos, es libre de rechazar como absoluta la ciencia, y recoger, sin ideologías adjuntas, los frutos de su hija la técnica.

No encuentro, entonces, ninguna objeción a la ciencia, y enaltezco su labor. Aun así, como parece estar de moda despreciar el progreso y pretender vivir como hace siglos(¿se me permite decir como salvajes?), tendré que decir esto bajito, no vayan lincharme por carcamal. Suena irónico.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Células, fetos y humanos

Bienvenidos de nuevo. Hoy, queridos y fantasmagóricos lectores, hablaremos del aborto. Trataremos sobre el derecho a la vida de esos escasos puñados de células, que muchos ya ven como seres humanos y que la ciencia ha llamado fetos. Y lo haremos a la sombra de la nueva ley que, probablemente pronto, regulará el aborto en España.

La gran controversia que ha acompañado a lo largo de toda la Historia al aborto surge al plantearse si el ser gestante es ya un ser humano. En caso positivo, el aborto sería un asesinato, y no sólo no debería ser permitido, sino también penado. En el caso opuesto, el aborto sería otra operación médica más, como la extirpación de un grano molesto en la espalda, y poco susceptible a críticas. Por tanto, el problema consiste en definir al ser humano, y comprobar si un feto encaja o no en esta definición.

Unos de los dilemas que nos encontramos al intentar encontrar la esencia del ser humano es que puede ser comprendido desde muchos ángulos. Nos centraremos en dos: el biológico y el social.
Desde un punto de vista biológico, un ser humano es aquel individuo que cuenta con un determinado porcentaje del genoma común de la especie. Así visto, el feto es tan humano como cualquiera de nosotros.Según esta opinión, sería posible establecer "grados" de humanidad: aunque un chimpancé no pueda ser considerado humano, es más humano que un perro, por el mayor número de coincidencias en nuestros genomas. Del mismo modo, incluso diferentes personas podrían tener grados diferentes de "humanidad": un individuo con síndrome de Down (provocado por una anomalía genética) sería menos humano que otro individuo que no padeciese ninguna enfermedad genética. Ante estas distinciones se rebela nuestro sentido ético y, por tanto, no la consideraremos la solución definitiva (a no ser que un futuro razonamiento nos devuelva a ella).
Por otro lado, desde el punto de vista social, un ser humano es aquel individuo que posee una serie de características, como la empatía o la capacidad de raciocinio y abstracción, y cuyo comportamiento sigue unas pautas observables en el resto de la especie humana. Es decir, no es una entidad biológica o genética, sino una entidad psicológica y social. Siguiendo este razonamiento, el feto no sería un ser humano.Pero esta distinción también admite grados y objecciones. Guiados por esta definición, llegaríamos a la conclusión que un bebé (incapaz de abstracción alguna), sería apenas más humano que un feto. Un psicópata (incapacitado por una enfermedad mental para sentir empatía) tampoco sería enteramente humano. Por tanto, muchos enfermos mentales escaparían del concepto de ser humano. Y llegando al extremo, en el caso de la existencia de inteligencias artificiales o extraterrestres racionales, sería necesario un análisis para comprobar su "humanidad". Cabría la posibilidad de que un marciano fuese más humano que un individuo nacido y criado entre humanos. Nuestro sentido ético también se rebela, y nos negamos a aceptar esta definición sin más pruebas.
Proponemos ahora una tercera opción. Un ser humano es aquel individuo que cumple o podría haber cumplido las características de las dos definiciones anteriores. El ser humano queda definido por su posibilidad, y no por su existencia actual, causa de una infinita serie de concatenaciones de fenómenos que podrían haberse sucedido de otra manera. Quizá este concepto no sea el más correcto, pero nos permite la posibilidad de afirmarlo en alto sin sentir un malestar interior. Un enfermo mental o un niño, como nos dice a todos nuestro subconsciente, son así seres humanos. Llegamos a la conclusión de que un feto también es un ser humano.


En consecuencia, podría decir ahora que el aborto es algo inmoral, repugnante y repulsivo, y que las mujeres que han abortado deberían entrar en prisión. Pero no lo voy a hacer. Porque soy consciente de que el concepto de ser humano es lo suficientemente complejo como para obligarnos a aceptar otras opiniones posiblemente igual de válidas, pues es una idea demasiado grande como para que nuestro entendimiento pueda alcanzar conclusiones necesarias y absolutas. Es decir, asumimos que nuestra idea no tiene por que ser la verdadera. Actuaré siguiendo este tercer razonamiento, por supuesto, y recomendaré siempre actuar bajo él. Pero no perseguiré a nadie, dado que es imposible liberarse de la duda que lleva a preguntarse si el otro tendrá la razón. Propongo una legislación tolerante, abierta a la mayoría, pues la política no debe nunca aventajar a la ética ciudadana. Un acuerdo en el que quizá tenga que ceder y aceptar el aborto, si es lo que la mayoría quiere. Pero no en todos los casos.

Pues, al afirmar la humanidad de un feto, el margen de error que asumimos puede ser amplio. En cambio, en otras cuestiones que ilegitiman ciertos casos particulares del aborto, el margen de error es considerablemente menor. Expondremos algunos de ellos, en los que otras razones nos llevan a condenar el aborto.
¿El aborto como medida anticonceptiva (ya sea por no haber recurrido a otras medidas, o por haberlas utilizado mal) está justificado? En el primer supuesto (no se han tomado otras medidas anticonceptivas, como el preservativo), el aborto constituye un intento de eludir las responsabilidades tomadas. Al fin y al cabo, se ha elegido asumir el riesgo de un embarazo no deseado. En una sociedad coherente, si ese riesgo se confirmase y se hiciese realidad, los que lo asumieron en un principio deberían responsabilizarse de sus consecuencias. Es decir, si tú has decidido no usar preservativo, en caso de embarazo, lo consecuente sería admitir las consecuencias de tu decisión.Esta medida podrá parecer abusiva. No lo es. No planteo obligar a una adolescente a criar a un hijo. En España hay un considerable número de personas que están esperando para adoptar hijos, y que podrían ocuparse de él después del parto. Por tanto, se trata de soportar el embarazo durante los nueve meses. Quizá parezca drástico, pero consideramos necesaria una sociedad en la que todos los ciudadanos sean conscientes de que toda acción tiene sus consecuencias, y de que lo más justo es aceptar libremente lo que nosotros (también libremente) hemos provocado.Surge ahora la clásica excusa: yo utilicé protección, pero no funcionó. Para entendernos, se rompió el preservativo. Ante esta réplica, simplemente recomiendo acudir a la estadística. Las probabilidades de mal funcionamiento son casi nulas. En estos casos, el problema es la ignorancia de una sociedad que no sabe usar sus recursos. Podrá parecerles absurdo, pero si no saber cuál es la correcta forma de ponerse un preservativo acarrea tantos problemas... quizá sea conveniente enseñar a ponerse los preservativos.Por tanto, no acepto el aborto como medida alternativa a las anticonceptivas.


Pese a todos estos argumentos, en ciertas situaciones sí considero el aborto digno de ser planteado. La más clara es en caso de violación. Obviamente, no se puede condenar a la víctima de no haber usado medidas anticonceptivas. Y obligar a una mujer a sobrellevar un embarazo fruto de tal acto de violencia lo considero inhumano. El conflicto del asesinato permanece, pero prevalece un sentido práctico que nos lleva a dejar la elección en las manos de la madre. Si durante el embarazo se pusiese la vida de la madre en riesgo, nos guiaríamos también por ese sentido práctico.Finalmente planteo un tercer caso en el que no condenaría el aborto. Y es el caso más peligroso (éticamente hablando), pues en él el aborto se entiende como protección del mismo feto que se va a matar. Me refiero a los fetos diagnosticados de ciertas enfermedades incurables tan graves que la sociedad las considera peores que la muerte. Hablamos, pues, de una "eutanasia" sin el consentimiento del paciente a matar, pero con el de los padres.En estos tres últimos casos anteriores, no propongo el aborto. En una situación similar, creo que yo no sería capaz de abortar. Pero lo considero justificable y completamente comprensible. Debería seguir siendo legal.

Para finalizar, hablaremos (muy brevemente) de la nueva ley del aborto. En primer lugar, no considero (en absoluto) necesaria tal reforma, dado que todos los supuestos en los que yo he justificado el aborto estaban perfectamente amparados en la legislación anterior.Comento la pequeña paradoja del aborto sin consentimiento paterno. Ya no se necesita permiso para abortar, pero todavía es preciso en el instituto entregar una autorización paterna para hacer cualquier tipo de actividad extraescolar (como ir a un museo). Comprendo la utilidad de esta "libertad" (me refiero a casos extremos, con padres fanáticos). Solamente aviso de la contradicción. Es el problema que debe abordar un sistema que se propone cubrir todos los supuestos con leyes rígidas, en vez de crear una sociedad lo suficientemente autónoma, libre y responsable capaz de prescindir de tal número asfixiante e incontrolable de normas.

Me gustaría finalizar este artículo con alguna frase grandilocuente. Mas, como no he llegado a ninguna conclusión de tal talla, me limitaré a apelar al sentido común, a la libertad y a la ética. Espero que me oigan.

jueves, 29 de octubre de 2009

Vivir, conocer y ser feliz

Buenos y días, y bienvenidos a La Caverna. El tema que nos ocupará hoy es la felicidad y el conocimiento: ¿hay alguna relación entre ambos? ¿Cuál es? Ante estas clásicas preguntas, nos vemos en la obligación de cribar y diferenciar diferentes tipos de conocimientos, ante la suposición de que su comportamiento ante la felicidad no será el mismo.

Hablaremos de tres distintas clases de conocimientos (relevantes en este caso): unos puramente prácticos, otros de un carácter que llamaremos humano y, finalmente, los de carácter filosófico.

Los primeros son más o menos útiles, y siempre objetivos. Afectan a un medio exterior que nos es, en cierta medida, indiferente. Pertenecen a este grupo, por ejemplo, saber si lloverá mañana, por qué cae un cuerpo, cuál es la raíz cúbica de 125 o que pasó el 23 de noviembre de 1675.
Estos conocimientos, en solitario, no pueden afectar en absoluto nuestro ánimo.

El segundo tipo es bastante más complejo. El medio afectado es otro ser humano, algo que nos evoca a un ser humano (desde el lugar donde veraneabas con tus padres hasta un regalo de tu pareja sentimental) o nosotros mismos. Como ser humano, no nos puede ser indiferente (al menos no en el mismo sentido en que nos es indiferente una silla o una mesa), y en eso radica su diferencia con el conocimiento anterior: éste nos afecta ineludiblemente, por medio de los lazos empáticos que todos los seres humanos (salvo los psicópatas) compartimos. Pertenecen a este tipo de conocimiento saber si alguien ha muerto, si tu pareja te está siendo fiel, o cómo eres tú mismo en realidad.
Muchos de estos conocimientos causarán felicidad y otros muchos, infelicidad. Como resulta obvio, si tu pareja te es infiel, tu felicidad decrece, y si descubre que encajas en una serie de valores que consideras correctos, te alegras.
Si es ético o no ignorar o mantener en la ignorancia a alguien deliberadamente por el mero hecho de salvaguardarse o salvaguardarlo de una verdad dolorosa o un mal mayor, es otra cuestión muy distinta, que no discutiremos hoy. Por lo general, así logramos un bienestar algo inestable, y al quebrar la mentira provoca más dolor del que pretendía evitar, aunque los efectos suelen variar en cada persona.
En ciertas ocasiones, conocimientos de carácter práctico se conjugan de modo que podría parecer que originan sentimientos propios del conocimiento humano. Es decir, si yo descubro que lloverá mañana, sabiendo de antemano que ese día iba a quedar con una amiga y que si llueve no podré quedar, se producirá un descontento, que parecerá causado por el conocimiento práctico “lloverá mañana”. Esto es un error. En realidad, la causa del cambio de ánimo no es el “lloverá mañana” (no puede serlo), sino una conclusión de carácter humano que engloba los tres conocimientos recién expuestos: “no podré quedar con mi amiga”. De forma parecida, un conocimiento práctico cualquiera puede enorgullecernos y alegrarnos, pero únicamente porque de él deriva un conocimiento de carácter humano: la conciencia de que nosotros sabemos algo. Saber cuántos son dos y dos no te hace feliz, pero te puede hacer feliz saber que eres lo suficientemente inteligente para conocer el valor de la suma de dos y dos.

Aclarados estos puntos quizá problemáticos, proseguiremos analizando el tercer tipo de conocimiento, el filosófico. Al contrario del resto, este conocimiento se basa únicamente en la razón (es independiente a la experiencia). Aunque a veces puede estar basado en los dos conocimientos anteriores, por naturaleza llega mucho más allá. Llamo conocimientos filosóficos a aquellos que se fundamentan únicamente en axiomas o razonamientos lógicos y que buscan ciertas respuestas de carácter teórico que no pueden ser resueltas mediante la ciencia o la experiencia, y que el ser humano debe afrontar necesariamente. Serían conocimientos filosóficos las respuestas definitivas a cuestiones como: ¿es inmortal el alma?, ¿cuál es la razón de existir del ser humano? o ¿tenemos libre albedrío?
Los conocimientos filosóficos todavía no han llegado a (casi) ninguna conclusión obvia en sí misma, y es por eso por lo que, estudiando su historia, podemos observar tantas opiniones diversas. Y es mediante este estudio por el cual pretendo averiguar si esta clase de conocimientos es capaz de hacernos dichosos.
En un principio, en la época clásica, todas las conclusiones alcanzadas por los filósofos parecían halagüeñas. Por ejemplo, Platón, en La Repúbica, demuestra la inmortalidad de nuestra alma, lo que, inevitablemente, despierta la felicidad. Los primeros pasos de la filosofía son optimistas y conducen a la alegría y al contento de sí mismo.
Pero la lógica termina llegando a un punto de inflexión. Se plantea la existencia de la realidad, del libre albedrío y se crítica toda forma de conocimiento absoluto. Desde Descartes hasta Kant aparecen huecos en nuestra sapiencia que con ningún racionalismo podemos llenar. Surgen el materialismo mecánico, el solipsismo, el escepticismo o el existencialismo. Ante estos vacíos más grandes cuanto más se reflexiona, ningún ser humano es capaz de ser feliz. Los mecanismos de nuestra mente nos conducen, una vez nos internamos en la filosofía, hasta ellos. Los dos únicos salvavidas para escapar de esta agonía filosófica son la ignorancia, incluyendo aquí la premeditada y consentida, que se ha dado en llamar fe, y la menos usual destrucción del yo mediante el humorismo y el frivolismo (véase El lobo estepario, de Hermann Hesse).

Aquí termina nuestro rápido esbozo de la felicidad, el conocimiento y sus relaciones. Hemos llegado a la conclusión de que existen tres tipos de conocimiento: unos objetivos e inútiles cuando se trata de modificar nuestro ánimo; otros que nos pueden hacer sufrir o gozar a través de los lazos empáticos que nos atan a nuestros semejantes y a nosotros mismos y, como colofón, otros de carácter máximo y absoluto que, aunque en un principio resultan agradables, finalizan en la total ausencia de felicidad.
Hemos expuesto todas las causas que creemos posibles de felicidad a partir de un conocimiento y, en caso de provocar infelicidad, algunos de sus remedios. Sabemos ahora que del primer tipo de conocimientos nada tendríamos (en un principio) que temer. El segundo tipo puede hacernos mal, pero también bien, y lo más sencillo y justo sería enfrentarse a él. El tercer tipo es peligroso. Empieza siendo dulce y agradable, y se convierte en droga. Es preferible evitarlo. Pese a ello, como ya se ha dicho, todos estamos obligados a probarlo alguna vez. Y su ausencia tal vez sea más cruenta que su conclusión final. Vivir implica conocer (o al menos querer conocer), y el conocimiento, llevado a su último extremo, parece impedir la felicidad.
Por suerte, el conocimiento no es la única forma de alcanzar la felicidad. Es más, los más grandes placeres se basan en el irracionalismo. Huyan, lectores, si quieren mi humilde opinión, de lo absoluto y lo cierto, y refúgiense en la radicalmente absurda fe, la estupidez supina, el arte fútil e inútil, las emociones incontrolables y la (a estas alturas nada sutil) ironía que corrompe al ser humano, logrando así el mayor tesoro que nuestra especie ha soñado jamás: la felicidad, el Árbol de la Vida.